Vivir
Hace años alguien me dijo que procurara evitar escribir sobre el amor o la muerte. No hay nada tan patético como escribir sobre temas tan universales sin caer en tópicos o en una sensiblería cutre. Y tenía razón.
Sin embargo una no siempre decide sobre qué escribir. A veces las ideas se agolpan en la cabeza y empujan por salir, por cobrar forma y poner cierto orden. Si escribo es por encontrar la salida a un laberinto. Diría que se trata de un proceso de reflexión. No en vano desarrollé mi sed escritora a raíz de un diario que a su vez se alimentó con la lectura del de Ana Frank. Es curioso como nos determinan algunas circunstancias.
Cuando algo te entusiasma tratas de imitarlo. Lo intentas reiteradamente, durante mucho tiempo, lo haces por adicción, por compromiso, por autocomplacencia y al final, después de todo ese tiempo, te das cuenta de que para qué lo vas a hacer cuando resulta mucho más placentero que lo hagan los demás. E infinitamente mejor.
Por eso me quedo con que la escritura es, para mí, un proceso de reflexión, un diálogo con mi propia voz.
Decía que alguien me dijo una vez que tratara de no escribir sobre el amor o la muerte. Mi tendencia al dramatismo me hace inclinarme por lo segundo. Si a eso le añadimos cierto toque nihilista a mi visión de la vida, obtenemos un resultado bastante patético.
Suelo pensar mucho en la muerte. A nadie le gusta hablar sobre ello pero, como la observación de un pájaro muerto siendo devorado por los gusanos, es algo que engancha. Nos repele y atrae a partes iguales.
La vida, que es tan cuca ella, nos endulza la existencia con espejismos. Juventud, amor, hijos. En estos tres conceptos se basa el sentido de nuestras vidas, es decir, la de cada uno. Cuando somos jóvenes, y a pesar de ser conscientes de la muerte, nos creemos eternamente así, e inmortales (la muerte queda tan lejos e inalcanzable pero, ups, todo llega).
El amor nos proporciona la falsa creencia de que estamos experimentando algo único que nadie jamás ha experimentado de la misma forma. Pero el caso es que es algo que lleva repitiéndose desde que el hombre empezó a tener que currarse lo de conseguir una hembra. Luego vino el Romanticismo y Hollywood para rematar la faena. El método salvaje vuelve, eso sí, pero con moderación.
Los hijos dan, a quien los tiene, el sentido de su existencia. “Yo he nacido para tenerte a ti, hijo mío”. No se me ocurre nada más absurdo. ¿O es que acaso puede tener sentido dar a luz una vida que también se extinguirá? ¿Acaso eso proporciona algún tipo de sentido a nuestra existencia o, yendo más allá, a la de la Humanidad? ¿Es que acaso la Humanidad tiene sentido? ¿Lo tuvo la existencia de los dinosaurios? No tiene más sentido que el de un cervatillo que se aparea para perpetuar la especie. Biología pura.
No somos nada. Frase típica en momentos fúnebres pero no por ello deja de ser cierta. Pero si hay algo que sin duda alguna somos, es olvido.
Yo, a sabiendas de ese vacío que proporciona la existencia sin sentido, y siendo plenamente consciente de que llegará (pronto) el día en que seré olvido, elijo como sentido de mi vida cada segundo de ella.
Porque… ¿Qué otro sentido puede tener la vida sino el de simplemente vivir?
Caleidoscopio
Nunca pensé que pudiera hacerse real, pero una mañana deseé con todas mis fuerzas poder vivir todas las vidas en una sola. Y se cumplió.
Desde muy joven me había quejado de que sólo tenía una única vida que ofrecía millones de posibilidades que no podía abarcar. No me parecía coherente, pensaba que las cosas debían ser al revés, como tener millones de vidas y, en cada una, elegir una única posibilidad. Por eso cada noche me acostaba deseando con todas mis fuerzas poder vivir todas las vidas en una. Cuando cumplí veintitrés ocurrió.
Veía la realidad en todas sus dimensiones. No fue muy exagerado al principio, claro, los primeros meses sólo eran intuiciones, algo que achacaba a mi poderosa imaginación, luego el hecho fue cobrando forma o más concretamente, varias formas. Múltiples y distintas. Era como rozar la locura, con la única diferencia de que yo sabía que no estaba loca. En una de mis vidas, eso sí, permanecí unos meses encerrada en un manicomio, atada con camisa de fuerzas y con la mirada perdida observando los relieves acolchados de una habitación blanquísima. Así que podía comparar, claro que a veces era difícil saber a qué vida debía ceñirme.
No resultaba cómodo, puede parecer genial poder saber a cada instante las múltiples posibilidades que ofrece el, llamémosle así, destino. Pero no es como imaginan. Veía la realidad como si la mirase a través de un caleidoscopio.
Hasta que me acostumbré a guiarme entre tantas escenas simultáneas de mi vida (podía verme, por ejemplo, realizando un viaje a Estambul o renunciando al trabajo que posteriormente me haría millonaria) me sentí desorientada. El cúmulo de visiones que se multiplicaban de forma exponencial a medida que las posibilidades aparecían con cada acción realizada (bastaba, simplemente, con cerrar los ojos en un momento preciso) me impedían distinguir entre lo que hacía yo, como persona común viviendo en un único plano real, y el resto. Aunque suene maravilloso, no lo era, pero podía vivir todas las vidas posibles a la vez.
Mi madre me despertaba trayéndome el desayuno a la cama, y entonces mi marido aparecía en un plano distinto pero igualmente creíble y real, vestido de traje y corbata, listo para irse a trabajar y un domingo juro que unos mellizos mulatos me recibieron en mi casa de La Toscana ataviados únicamente con una rosa entre los dientes. Soltera desesperada, depredadora, ama de casa, madre, hija, emprendedora o ejecutiva de éxito, drogodependiente y puta, vivía simultáneamente muchos momentos, muchas sensaciones.
Pero me resultaba imposible y agotador sostener ese ritmo, era excesivo y pensé que podría llegar a matarme, aunque en tres de mis vidas estuviera muerta ya. Decidí que me iría a dormir pronto y que, al despertar, la primera visión que llegara sería la única a la que prestaría atención, la elegiría como mi única vida y prescindiría totalmente del resto de opciones, y por tanto, de las otras muchas vidas que surgían a diario.
Lo primero que vi fue a Álvaro, uno de mis maridos, sensible y cariñoso, tal vez algo simple y aunque no era el mejor en la cama, creí que en él encontraría la paz que estaba necesitando. Así que aunque al instante de toparme con su mirada comenzaron a agolparse todas las demás vidas, me esforcé en concentrarme únicamente en él.
Tardé semanas en conseguir centrarme en esa vida mientras todas las demás sucedían al mismo tiempo, pero al final logré dominarlas a mi antojo. Todos los días, antes de acostarme y al despertar, centraba especialmente mis esfuerzos en mi vida con Álvaro, aunque no pudiera evitar que de vez en cuando se intercalara alguna sensación procedente de las manos de Rubén, la sonrisa de Marta o la angustia ante la soledad más absoluta. La tristeza y la alegría me abordaban al mismo tiempo y en una ocasión me eché a llorar en la boda de Susana, la prima de mi marido, porque acababa de morir uno de mis hijos ahogado en mi piscina del chalé de Benidorm.
Me costó pero conseguí que las demás vidas se convirtieran en una especie de espejismo, y eso me hacía reforzarme en la idea de que había elegido bien entre tantas realidades, aunque a veces me resultaba demasiado convencional y sosa comparada con esa otra en la que ya había viajado por toda Asia y gran parte de África, fotografiando medio mundo, o con aquella en la que había podido montar mi propia compañía de teatro, aunque sólo actuáramos en pequeños cafés. La comparaba, además, con esa en la que, al fin, había visitado París, paseando por el barrio latino o cruzando el Pont des Arts como tantas veces soñé, quedándome a vivir allí como escritora de críticas gastronómicas para un diario francés.
En la vida con Álvaro faltaban muchas de esas cosas pero, puede que por cobardía o tal vez movida por un frágil concepto de seguridad, era la que había elegido. Me preocupaba pensar en los motivos que me habían llevado a ello.
Un puñado de años después, al despertar, hice como cada día. Antes de abrir los ojos, me concentré en la vida elegida. Amanecí en una amplia cama de sábanas blancas, limpias, desconocidas aunque extrañamente familiares. Parpadeé varias veces, apretando con fuerza los ojos, y lo primero que me sorprendió fue que, sin ningún tipo de esfuerzo, mi visión caleidoscópica de la vida se había esfumado. Todo era muy tranquilo pero destilaba cierta soledad, me sentía como si un esquizofrénico se hubiera curado de su enfermedad de la noche a la mañana.
No podía reconocer la estancia aunque me resultara conocida, me había concentrado tanto y con tanta intensidad en ignorar el resto de mis vidas que no lograba identificar nada con precisión. Ni la lámpara con forma de huevo de la mesita, ni la madera de cedro del armario, el verde lima de las paredes o el señor con bigote que dormía a mi lado.
Di un respingo y contuve la respiración. No dije nada. Estaba acostumbrada a no impresionarme cuando me topaba con desconocidos que daban muestras de conocerme demasiado bien.
Me levanté, noté que iba desnuda al sentir un aire ligero sobre mi piel, que entraba por la ventana. Busqué el baño, algo aturdida por la situación. Antes de poder encontrarlo me di de bruces con un espejo de cuerpo entero, en el salón.
Mi grito grave, rotundo, debió despertar al del bigote.
Mi pene era descomunal.
Anticrónica de un concierto no anunciado -o sí-
El 4 de Octubre de 2008 estaba predestinado, musicalmente hablando, a ser un día cenizo. Para empezar, hace cosa de un mes, o más, surgieron las primeras noticias: Vetusta Morla tocarían en Elche (Alicante), Rufus Wainwright (fijo que lo he escrito mal) en Alicante city, en un recinto con una acústica terrible y Bryan Adams en otro que me daba más o menos igual. Yo soy de Alicante y me frotaba las manos pensando en un panorama así de rebosante de oferta musical, cosa inhóspita en esta zona levantina donde a no ser que te llames Merche, Bustamante, Revólver o algo así no te hacen un hueco. Pero pronto caí del guindo, impepinablemente ese día, ese día de ese fin de semana, estaría en Madrid. Bien, intentando no pensar mucho en este
handicap y pensando en posibles desgracias que impedirían los conciertos (que los de Vetusta Morla hubieran sido abducidos por algún ser del ciberespacio o que Rufus Wainwright hubiera sido abducido por algún pariente del ciberespacio) digamos que calmaba mi conciencia. Y así hasta que llegó el fin de semana cenizo.
Que ahora que reflexiono sobre ello bien puede haber sido cosa del destino que nos puso zancadillas o, simplemente, que no se nos ocurrió consultar con suficiente antelación la programación musical para ese fin de semana madrileño. Craso error este último. La madrugada del viernes nos enteramos de que
Love of lesbian (de esos grupos cuya música te engancha cual trozo de velcro) toca en la Moby Dick la noche siguiente. Genial, esto adquiere otra tonalidad. Que le den a los Vetusta, al friki de los mil disfraces y al otro. Hay que ir a ese concierto. Y entonces comienza lo que yo he querido denominar: la búsqueda desesperada (lo sé, muy original no es). A la mañana siguiente, indagando por la red, conseguimos averiguar que se pueden comprar las entradas de manera anticipada en Atrápalo (¿Atrápalo? ¿El mismo sitio donde se pueden pillar entradas para Pitingo y Hoy no me puedo levantar? Qué sindios, la virgen). Ya he dicho que fue un sábado musicalmente cenizo así que nadie se sorprenderá cuando diga que no quedaban entradas en Atrápalo. Mal rollo. Yo, ingenua de mí, llego a pensar que debe ser un error eso de que las entradas para LoL estén a la venta en esa página. Así que nos queda llamar a la sala, a buscar un resquicio de esperanza que arroje algo de luz a este entuerto. Nadie contesta, nos atiende un contestador: "Nuestro horario de atención al público es de 10 a 2 y de 4 a 8..." ¡¡Ya, pero es que son las 6!! Nota prescindible: No le gritéis nunca a un contestador, no escucha y, por el contrario, puedes quedar fatal si tras el
pii se registran tus exabruptos. Bueno, mantengamos la calma. Seguro que en taquilla pillamos entradas. Segundo craso error, el de infravalorar el -inesperado- poder de convocatoria de LoL... claro que estamos hablando de Madrid... Llegamos allí tan pronto el compromiso ineludible de ese fin de semana -el mismo que nos hacía pasar ese fin de semana en Madrid- finaliza, es decir, a las nueve menos cuarto -la sala abría sus puertas a las 9- y ya había una cola considerable. Así que allí estamos, dos frikis vestidos como pijos en una cola llena de más frikis vestidos de frikis que nos miran raro mientras tratamos de calmar los nervios y potenciar el casi perdido optimismo. Frases como "seguro que hay entrdas de sobra", "la gente de la cola ya llevará entradas y no se van a acabar tan pronto" o "mira la cola que hay detrás de nosotros, fijo que entramos sin problemas", salen de nuestros labios. Tercer craso error. El de cultivar falsas esperanzas, las cuales se desvanecen por completo cuando veo salir de la sala a una tipa que tiene toda la pinta de no estar haciendo cola, ni ser una paria que se sale de la cola para animar al personal, no. Tiene pinta de manejar el asunto, y además lleva el pelo corto y raro, un piercing en los labios, una riñonera y, lo que es peor, una tarjeta identificativa. Mierda, las sospechas cobran su forma definitiva cuando, a pocos metros ya de la entrada, tras haber avanzado otros pocos, la tipa suelta la frase mágica: "chicos, lo sentimos mucho pero los que no hayáis pillado entradas en Atrápalo (o sea, que era cierto?!) o tengáis invitación ya no podéis comprar entrada, están agotadas".
Houston, tenemos un poema. Llego a pensar que es una lista que quiere espantar a la gente de la cola y hacerse ella con las entradas que queden o algo así, dudo unos instantes hasta retirarnos de la cola y asumir la decepción de no poder ver el último concierto de la gira de LoL de este año. Nos quedamos unos instantes observando a la gente que pasa, la que no se retira de la cola porque ya las tiene compradas y yo pienso en eso de las invitaciones y me imagino consiguiendo algunas o que de repente nos vayamos a algún bar cercano a ahogar las penas y estén allí los del grupo, porque aún no han entrado a la sala, les contemos lo sucedido y nos den un pase VIP.
Pero no, eso sólo les ocurre a los que tienen potra, y no a dos frikis vestidos de pijos en un 4 de octubre musicalmente cenizo donde los haya.
Diario de una ausencia (4)
Duele
la posibilidad
de perderte
todavía.
En frascos de cristal
guardo las lágrimas
que derramaste
para beberlas después.
Jugo amargo
que me devuelve
la dolorosa lucidez
del hueco desierto
de ti.
Nombrarte
es el único modo
de traer tu presencia
-viva, honda, poderosa-
al inocuo transcurso
de los días.
El dolor es la herida
-abierta-
causada por el arma
-certera-
de mi prematura inconsciencia.
Perderte sería
un largo túnel
previo a la nada.
Diario de una ausencia (3)
Encuentro
que la cotidianidad
se constituye
únicamente
de esparadrapos que disimulan
las cicatrices
de un pausado transcurrir.
Porque estar sin ti
es eso
simplemente,
existir.
Volver a casa
no es más
que desandar los pasos
que pocos minutos antes
me dirigieron
a otro lugar.
Y otro lugar
no es más
que un limitado espacio
como otro cualquiera.
Sin vida,
yermo e inútil,
hermoso o no,
pero insustancial
si tú
no me acompañas.
Respirar se convierte
en el automatismo absurdo
de mi lineal existencia.
Diario de una ausencia (2)
Voy al cine
con el inconsistente pretexto
de diluir tu ausencia.
Entrada para uno.
Fila nueve, sexta butaca.
Sólo veo parejas
y pequeños grupos
que dulcemente
sonríen,
comentan,
bromean.
Se me anuda en el alma
la dicha ajena.
Palomitas para uno.
Recipiente pequeño,
botella de agua.
Ocupo mi asiento
en la oscuridad.
Es acogedor saber
que nadie me ve.
Esconderme
es un privilegio
que sólo yo conozco.
Película para uno.
Aún se me hace raro
apretar en un puño
mi entrada solitaria.
O la mirada del acomodador
que me observa
compasivo
como al animal que alguien
dejó olvidado
en una cuneta.
Quisiera gritar
que no estoy sola.
De alguna manera
sigues conmigo.
Lágrimas para uno.
Recuerdo las películas
que vimos juntos.
En la penumbra del hogar
-ése que se me derrumba-
o en la sala de un cine
como éste.
Hay algo absurdo
en la soledad
de una película compartida
con decenas de desconocidos.
Sin querer comento,
hablo en voz alta.
Al fin libero sílabas
-pequeñas-
que nadie atiende.
Sin embargo
ya no resulta extraño
que hable sola.
A mi lado hay un asiento vacío,
y me aterra pensar que este no hablarte
sea el epílogo
de un absoluto final.
Diario de una ausencia (1)
Yo sólo soy
porque tú existes.
He palpado tu ausencia
esta mañana.
Al otro lado de la cama
mi mano inquieta
no encontró nada.
Sábanas frías, una almohada arrugada.
Un colchón inmenso, helado.
Vacío.
He palpado tu ausencia
todo el día.
Te busqué por la casa
al levantarme.
La cocina enmudecía
no dijo nada.
El gel de ducha, algunas camisetas
o tu espuma de afeitar.
Son las huellas que has dejado,
en apariencia.
Hay mucho más dentro de mí.
Te busqué por la casa
al despertar.
Nada sucede igual
si no es contigo.
Consumo cigarrillos cuyo humo
se mezcla con el salitre
de mis ojos.
Me vienen a la memoria
los días de mar, el sol,
las gaviotas.
Salir del agua con la piel
placenteramente acartonada.
Nada sucede igual
y sin embargo
todo parece lo mismo.
Hoy descubro que sólo soy
porque tú existes.