12 junio 2007

El arte del olvido...


Siempre he sido una artista del olvido. He practicado durante toda mi vida el sutil arte de hacer desaparecer las cosas, como por arte de magia y, rehuyendo de la falsa modestia, he de decir que se me da verdaderamente bien. Soy impecable olvidando, olvido de verdad. Paragüas, secadores de pelo, cepillos de dientes, billetes de avión… Personas. Puede que por eso sólo me queden en el tintero una decena escasa de recuerdos, de buenos y peores recuerdos, intensos, grabados como un hierro candente sobre mi piel. Y son demasiados.
Hay días en los que me siento completamente incapaz de recordar qué cené la noche anterior y, sin embargo, puedo recordar con nitidez el primer y único día que mi madre me castigó con azotes. Fue por romper una lámpara, la de mi cuarto, para más señas. Salté y salté sobre la cama hasta alcanzarla, la lámpara de tres bolas, y descolgar una de ellas, que cayó sobre la cama rebotando y fue a parar al suelo.
Lo curioso es que me resulta muy fácil olvidar, aunque nada se olvide. Pero sí que es cierto que existen una serie de momentos que se convierten en los de cabecera, en esos que todavía son capaces de despertar una emoción que se creía dormida para siempre, cuando en realidad sólo estaba latente. Por eso, si hago ejercicio de memoria, soy capaz de echarme a llorar al recordar el día exacto en que mi abuelo murió, aquel día ceniciento de febrero, y la mañana siguiente, viendo flotar motitas de polvo a través de la luz intensa que entraba en el salón.
Recuerdo a quien me dibujó un corazón en la arena, para que al despertar, fuera lo primero que viese, pero no recuerdo al amante, ni lo que sentí por él. Recuerdo, eso sí, lo poco que tardé en habituarme a su ausencia. Así he calificado siempre la importancia de las cosas, de las personas, midiendo el tiempo que tardaba en olvidarlas. O en olvidar lo que me hicieron sentir. O lo que me costaba dejar de añorarlas.
Eso, el olvido contrarreloj, la pérdida de consciencia voluntaria, llegué a dominarlo hasta un punto que a mí misma me asustaba. No me gustaba la idea de convertirme en un ser insensible, con un único fin, la satisfacción inmediata y fugaz, seguida de un rápido olvido. El miedo pasó, finalmente, al darme cuenta de que, decía, sólo olvidaba en poco tiempo –días, horas- aquello que en realidad era superfluo e innecesario, lo inútil, lo ajeno, el añadido, lo prescindible.
El miedo se fue cuando conocí a un niño perdido que no usaba reloj y escapaba del tiempo.

Por eso ya no me asusta cuando me da por olvidar. Y ya no me asombro cuando me resulta tan sencillo acostumbrarme a determinadas ausencias. Eso sólo significa una cosa: que no era importante.