23 abril 2008

Reír de pena



En las situaciones menos esperadas uno se empieza a reír.

Estuve llorando toda la noche y amanecí con los párpados hinchados. Cerré tras de mí la puerta del ascensor y apoyada en la pared, agazapada en la oscuridad, podía notar mis músculos temblar entre sollozos. Dejé correr durante un buen rato las lágrimas por mis mejillas, resbalando por la cara, bañándome entera en desidia y confusión. Emití algunos gemidos ahogados, muy distintos a los de unos minutos antes y me dejé envolver por el extraño placer que produce la liberación del dolor contenido. Ya no quedaba ni un hueco para la esperanza.

No podía entender cómo había sucedido, todo había ido bien desde el principio. Llegué a su casa como muchas otras noches, me adentré en el aroma ya conocido y en la habitación a media luz. La noche transcurrió como siempre, salvo algunos matices.

- Déjame que te vea, estás preciosa.

Sus ojos tan desesperadamente oscuros no brillaban esta vez, se había atenuado la sinceridad de su mirada. Lo achaqué al cansancio y no me preocupé hasta cuando, unas horas después, comenzamos el ritual de vestirnos.
Hay algo triste en dos amantes que se visten. Es como un cristal que se rompe, una ilusión que se desvanece. Busqué mi ropa interior entre los pliegues del sofá y en el suelo, mis vaqueros reposaban en la mesita, junto a dos copas semivacías. Nos vestíamos en silencio y un frío inmenso se apoderó de la estancia.
Habíamos estado amándonos durante horas. Y se dicen y sienten tantas cosas en momentos así que, a la hora de vestirse, los amantes evitan mirarse a los ojos. Se ha parado la noria, nos hemos bajado, las cosas se ven muy distintas desde abajo, allá en el suelo.
Le dije que tenía que irme y no me retuvo con un beso, no pospuso mi marcha unos minutos más con un abrazo, ni un te quiero. Sí, efectivamente, había algo distinto en sus ojos que ya no me miraban al marchar, ni brillaban de ansiedad por saber cuándo se produciría el siguiente encuentro. Lo supe entonces y sigo teniendo esa certeza ahora, al notar como su ausencia se agarra a mi garganta y me la anuda, dejándome apenas respirar. Su tristeza, su insoportable tristeza, se pegó a mi cuerpo con besos y caricias antiguas.
Con la estéril resignación del que elige lo que no quiere, con la desesperanza de saber que no hay salida, me marché.

Al salir del ascensor y observar mi cara en el espejo, me di cuenta de que no soportaría volver a mirarme cada mañana. Sólo encontraría vacío. Y lloré hasta enrojecer, hasta empapar mi cara y dejar que las lágrimas se colaran, saladas y traviesas, por mi boca entreabierta en un gesto desesperado.
Esa desesperación del llanto fue dando paso, poco a poco, a una risa compulsiva y nerviosa, suave al principio, imparable y sincera después.

Apretada en un puño, escondida, me llevé su alianza. Era lo único que me quedaba.

1 Comments:

At 5:26 p. m., Anonymous Anónimo said...

Podría escribir las emociones más tristes, pero el dolor contenido lame la herida al salir y alivia, y libera.

En noches como esta te he buscado, para no estar solo para comparar heridas.

Tehur.

 

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