05 enero 2008

Los Reyes Magos existen

Hace casi veinte años mi madre todavía me peinaba una coleta –sólo una, arremolinada a un lado de mi corta cabellera- y me abrigaba con jerséis gordos de lana y leotardos. Todo me picaba. Pero me daba igual, porque los Reyes Magos, por la noche, pasarían por casa cargaditos de juguetes, justo los que había pedido. Mis largas listas siempre terminaban por acortarse. O bien las jorobas de los camellos no soportarían tanto peso, o nuestro balcón era demasiado pequeño o no había suficientes miembros en la familia. Sólo valía pedir un juguete por casa, y eso reducía las posibilidades. Mi rey mago siempre fue Baltasar, el negro. Casualmente ese rey era el mismo que el de los demás niños. Esa noche, como esta, la de Reyes, dejaba dulces, agua y vino en la terraza. Y mis zapatos. Luego íbamos a casa de mis abuelos y, tras recoger los juguetes en su balcón, encontraba nuevos paquetes al volver a casa. Adivinaba por su tamaño qué esconderían dentro. Parte de los dulces y el vino habían desaparecido.
Nunca he sentido la magia como con la intensidad de aquellos años. Ni siquiera el amor, con sus caballos galopantes, me ha parecido alguna vez así de mágico. Tal vez porque si hay algo que distinguía aquellos años, era la certeza de que nada podría empañar esa ilusión.
Nunca creí lo que decían otros niños. Eso de que los Reyes Magos fueran los padres o patrañas como que habían encontrado paquetes de regalo en los armarios. ¿Cómo iban a ser los padres? ¿Quién podría comerse los dulces que dejaba en la terraza o beberse el vino y el agua si no había nadie en casa?
Con el tiempo me fui dando cuenta de que las ilusiones no son más que mentiras servidas en bandejas de plata. Así todo nos sabe mejor. La reacción típica, cuando un niño cree que los Reyes Magos no son lo que parecen, es la de la incertidumbre. Pasas de creerte mayor, de sentirte superpoderoso, a luego preguntarte, bueno, ¿y ahora qué? ¿dónde está la gracia? El primer año que me sentí así de desubicada envidié profundamente a mi vecinito, un año menor y compañero de juegos. Tenía la ilusión de que esa noche los Reyes magos le traerían un coche de juguete. Todavía no eran ni las ocho de la tarde, volvíamos de la cabalgata –qué distinta la ves cuando estás sumido en tal estado de inopia- y me lo encontré en las escaleras del rellano. Me dijo que iba corriendo a casa a ver si por casualidad los Reyes se habían adelantado y ya le habían dejado su coche. Cómo le envidié entonces, y cómo le envidio ahora, al ver reflejada en sus ojos la ilusión en su estado más puro.
- Claro, sube. –le dije- ¡A lo mejor han llegado ya!.
Por dentro conservaba todavía esa chispa mágica y esperanzadora.

Y es que… ¿ A quién le gusta hacerse mayor?
No me apetece nada entrar ahora en otra reflexión más profunda, más común y más absurda.

Hoy sólo quiero creer que los Reyes Magos existen.

1 Comments:

At 11:31 p. m., Blogger Belén Peralta said...

Pues claro que existen, Raquel. En cada letra de cada frase de este bonito comentario.

Besos, nena. Me acuerdo mucho de ti.

B.

 

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